Hace unos meses
mi hermano Kilian, que trabaja como jefe de sección de la carne en Alcampo, me
dijo que comprara unos filetes de carne de potro que tenía en su lineal, que
tenía buen sabor y era muy nutritiva.
Mi hermano Kilian
Un caballo despistado
Le contesté a mi hermano que no me apetecía, que me daba pena, que no quería promocionar que mataran a
los pobres potros…a lo que él, con mucha lógica, me argumentó que si no me
daban pena las terneras.
La verdad es que
estuve pensando durante un tiempo que mi hermano tenía razón, pero aún así,
había una parte mayoritaria de mi que no quería comer carne de caballo.
Pero,
realmente…¿por qué no quería?
¿Era porque los
caballos son más bonitos que las vacas? Y ¿qué pasa entonces con los corderitos
y los lechoncitos? ¿y los cabritos?
La auténtica
causa, en mi opinión, es nuestra organización del mundo, esa creación propia
que llamamos realidad, junto con los guiones
o esquemas que poseemos en nuestra
mente y que nos sirven para saber cómo comportarnos ante situaciones conocidas
sin tener que estar malgastando mucho esfuerzo mental en cada situación en la
que nos encontramos.
Para explicarme
pondré varios ejemplos en los que, de forma automática, nos dejamos guiar por
esos repertorios.
Cuando vamos al
teatro, por ejemplo, sabemos que habitualmente, tendremos que comprar la
entrada, acceder al teatro, buscar nuestro asiento, sentarnos en la butaca y
esperar a que empiece la función.
Cuando vamos a
un restaurante, sabemos que debemos pedir mesa, sentarnos, mirar la carta,
elegir la comida, esperar por ella, comer, y por último, pagar la cuenta. Si
durante la comida vamos al servicio, sabemos que tenemos que ir al que nos toca
en función de si somos hombre o mujer, y no se nos ocurriría ir al otro, a no
ser que nos estuviéramos ante una urgencia. No se nos ocurre ir al servicio del
otro sexo porque nuestro comportamiento suele ser automático, no consciente, y
por tanto no estamos pensando en lo que hacemos, ni analizando nuestra
conducta. Por el contrario, estas secuencias de actos automáticos nos permite
utilizar nuestra energía mental en pensar en otras cosas, que pueden estar a
años luz del momento y lugar en que se encuentra nuestro cuerpo.
Para poder
actuar de esta forma, debemos tener la realidad circundante muy bien
estructurada. Clasificamos los objetos
que nos rodean continuamente, y de esta forma sabemos lo que son, o al
menos nos hacemos idea. Por ejemplo, podemos desconocer para qué sirve un
objeto de metal, pero al menos sabemos que es una cosa de metal, y que por
tanto es dura, fría, indeformable, y no comestible.
Además de estas
propiedades físicas, clasificamos los objetos en función del significado y
valor que tienen para nosotros.
Es precisamente
debido a esta clasificación, que “sabemos” que (en nuestra cultura) la ternera
se come pero el caballo no. La vaca es un animal que da leche, el caballo se
monta y el perro es un animal de compañía que ladra (y que tampoco debe comerse).
Estas
clasificaciones son útiles no sólo para ahorrarnos el tener que pensar sobre lo
que hacemos, sino también para nuestra supervivencia y bienestar (seguramente estaríamos
bastante incómodos si nos hubiéramos comido por ejemplo el objeto de metal del
que hablábamos antes).
En mi opinión,
estas clasificaciones son el andamiaje del Sentido Común: ese sentido que nos
dice continuamente cómo debemos comportarnos para asegurar nuestra
supervivencia y bienestar así como el de nuestra sociedad.
Pero las
clasificaciones que hacemos también tienen sus inconvenientes.
En ocasiones por
ejemplo, introducimos en una categoría más atributos de los que debiera tener.
Por ejemplo, si pensamos que alguien es muy bueno haciendo algo en concreto,
muchas veces asumimos que debe ser bueno en otras cosas, o si pensamos que
alguien es mediocre en un ámbito determinado, lo extendemos a otros aspectos de
su vida.
Un experimento
tradicional pero sencillo puede servir para ilustrar esto.
Si te describo a
dos personas, Pedro y Luis, ¿cuál sale más favorecido?
Pedro:
inteligente-diligente-impulsivo-crítico-testarudo-envidioso
Luis:
envidioso-testarudo-crítico-impulsivo-diligente-inteligente
¿Ves cómo
funciona habitualmente nuestra mente?
Pero quizás lo
peor no sea esto, sino la relativa impermeabilidad entre categorías, es decir,
lo que nos cuesta poner a un objeto en una clase diferente a la que lo
teníamos.
Los ejemplos son
innumerables. Podemos empezar por experimentar lo que nos cuesta comer carne de
caballo…a pesar de estar convencidos de que es sólo porque lo he incluido en mi
clasificación de animales nobles no comestibles!!!
Pero también
podemos recordar lo que nos cuesta sacar a una persona del estereotipo en que
la teníamos. Es como reirnos con Arnold Schwarzenegger haciendo comedia, o
estar serios viendo a Jim Carrey en una película dramática…¿Nadie se acuerda
cuando Matías Pratts pasó de presentar Estudio Estadio a dar las noticias del
telediario?
Presentando el Telediario parecía que en cualquier momento iba a cantar un gol...
Usualmente la
costumbre es la que nos obliga a hacer el esforzado cambio de clase, y esto es
lo que ocurre con las modas. Si se pusiera de moda comer carne de potro, ya no
lo veríamos tan raro y crearíamos una clase equina comestible.
Bueno, y si no
me da la gana de comer caballo ¿qué pasa? ¿Tanta importancia tiene que sea
difícil cambiar a un objeto de clase?
Pues créeme, tiene
una gran importancia por algo cada vez más valorado en nuestra sociedad actual:
La creatividad.
Si queremos ser
creativos y originales tendremos que salirnos de lo habitual, de lo vulgar, de
lo corriente…luego por un momento, si queremos ser creativos tendremos que
saltarnos el sentido
común=habitual=corriente=vulgar.
Es decir,
tendremos que sacar a los objetos de sus clases habituales para poder ser
creativos y originales, y lo que es más importante, para poder resolver
eficientemente problemas aparentemente irresolubles…
Como el cinturón abrebotellas
o para ahorrar espacio la cuchara-tenedor
Si nos olvidamos de cómo hacer el nudo tenemos cerca las instrucciones
Y por último, la microducha
En terapia,
cambiar de clase se denomina reestructurar, de tal modo que, por
ejemplo, estamos reestructurando cuando decimos que una determinada situación
no es un problema, sino un reto.
¿Qué? ¿Te apetece
un cachito?
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